Vivía en una casa de piedra con dos plantas con dos bonitas galerías pintadas de color verde, que en invierno iluminaban y atemperaban el interior. Abajo la vieja cocina de carbón que manteníamos encendida hasta entrado mayo. Estaba situada a la vera del río. La casa era de Tina y con ella vivimos una temporada los pequeños Alejandro y María y yo.
Cuando comenzaba el otoño, las tardes soleadas, salíamos de paseo por los montes cercanos, primero a las moras, más tarde a finales de octubre subíamos el Viso, o nos adentrábamos por las caleas de cerca de Godán y Ciana en busca de castañas.
Durante esos paseos María se retrasaba recogiendo florecillas de otoño, formando ramilletes que luego colocaba en frascos por toda la casa. Alejandro se adentraba en el bosque y jugaba a esconderse y pillarnos por sorpresa y darnos grandes sustos, también a encontrar más castañas que nadie.
Hacia las cinco y media regresábamos pues había comenzado a oscurecer. Entonces encendíamos la cocina y metíamos en el horno las castañas para la merienda.
Esta breve recuerdo que casi tenía olvidado resurgió hace unos días, influida por mi profesor de comunicación, tratando de evocar pensamientos agradables junto a una taza de cacao, tirada en el sofá de casa al final del día. Hacía tiempo que no tenía una sensación tan agradable.
Os recomiendo, si acaso lo habéis olvidado, dedicar tiempo a recordar cosas agradables, que siempre tendrían que estar presentes en nuestra vida. El efecto que produce es casi cosa de magia.

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